Milei y la batalla cultural por los recursos naturales

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Cuando el presidente Javier Milei lanzó su iniciativa del Pacto de Mayo en 2024, hubo un punto que no pasó desapercibido: la necesidad de que la Argentina se ponga de pie aprovechando sus recursos naturales. No fue una consigna técnica ni un guiño a los inversores, sino una toma de posición cultural. En un país con abundancia de litio, cobre, energía, tierras fértiles y talento humano, pero cada vez más empobrecido por la desconfianza y el estancamiento, Milei propuso recuperar el sentido común productivo.

Detrás de inversiones, proyectos mineros o infraestructura, se libra una batalla más profunda: la del lenguaje y la legitimidad de producir. En los últimos años, una narrativa ambientalista extrema ha puesto en duda no sólo cómo producimos, sino incluso si debemos hacerlo.

El primer campo de esta batalla es el lenguaje. Las palabras moldean nuestra percepción de la realidad. En el debate ambiental argentino se ha consolidado un glosario ideológico que distorsiona conceptos jurídicos, exagera riesgos y entorpece el debate racional. El resultado es un clima de sospecha donde todo proyecto productivo se percibe como una amenaza. Un ejemplo es la expresión bienes comunes. Suena poético y bien: el agua y el litio son de todos y no deben ser explotados por empresas. Pero en el derecho argentino, bien común no es una categoría legal aplicable a los recursos naturales. Es un concepto que se usa en otros contextos -como en sociedades conyugales o comerciales-, pero que no tiene ningún respaldo normativo cuando hablamos de minerales, energía o suelos.

La Constitución, desde 1994, es clara: los recursos son de dominio originario de las provincias, quienes tienen el derecho de administrarlos, regularlos y concesionarlos bajo determinadas reglas. Llamarlos bienes comunes no es una interpretación legal, sino una operación ideológica. Algo similar ocurrió en Chile, donde en 2022 la Convención Constituyente intentó consagrar los recursos como bienes comunes naturales, quitándolos del dominio estatal o privado. La propuesta fue rechazada de forma contundente. La sociedad chilena entendió que esa visión del ambientalismo extremo podía volverse un freno al desarrollo más que una garantía de protección.

Extractivismo: cuando las etiquetas reemplazan el análisis

Otro término clave es extractivismo, nacido en la academia para describir la dependencia de ciertos países de la exportación de materias primas. No era ni bueno ni malo: era una forma de analizar estructuras económicas, pero fue apropiado por el activismo anticapitalista como sinónimo de saqueo y contaminación.

Esa crítica descalificadora de cualquier tipo de producción primaria conlleva una mirada insostenible: un mundo sin minería, sin petróleo, sin agricultura intensiva, sería un mundo sin energía, sin alimentos y sin tecnología. Y sin posibilidad de transición energética que requiere de metales y combustibles.

La discusión no es si extraer o no, sino cómo hacerlo bien: con reglas claras, controles y beneficios para las comunidades. Lo demás es dogma.

Se la llevan toda: un mito que simplifica una realidad compleja

También se repite con insistencia la frase “se la llevan toda”. Se sostiene que las empresas ganan fortunas y que las provincias sólo perciben un 3% en regalías. Pero más de la mitad de la facturación minera se reinvierte localmente en salarios -los más altos del sector privado- y en proveedores nacionales de logística, mantenimiento e insumos.

A eso se suma una elevada carga fiscal. A nivel nacional, la minería paga Ganancias (35%), Retenciones (4,5% a 8%), IVA, Aportes Patronales e Impuesto al Cheque. A nivel provincial, se suman Ingresos Brutos, Sellos, Impuestos Patrimoniales y Regalías entre el 3% y el 5%. Además, muchas provincias exigen aportes a fideicomisos locales (1,5%) y tasas municipales.

Argentina no es un paraíso fiscal para la minería. La participación estatal en la renta minera ronda el 50%, similar o mayor a la de países con la industria muy desarrollada como Chile o Perú. Y las ganancias, si llegan, lo hacen después de años de exploración, inversión millonaria, precios internacionales volátiles y costos elevados. Por eso se requieren incentivos si se quiere que esas inversiones lleguen y pongan en marcha los proyectos.

Reducir todo ese esquema al 3% es no sólo simplista, sino falso. Esa cifra es apenas la punta del iceberg tributario.

Centralismo fiscal, el verdadero problema

Lo que sí es cierto -y problemático- es el centralismo fiscal. El Estado nacional se queda con la mayor parte de la recaudación minera, y poco de ese dinero vuelve a las provincias productoras. De cada $100 de impuestos que aporta el sector, $79 quedan en la Nación y sólo $21 van directamente a las provincias. Algo se recupera vía coparticipación, pero también se redistribuye entre jurisdicciones que no tienen minería, e incluso entre aquellas que la prohíben.

Así, más de la mitad de lo que genera una mina en San Juan, Salta, Jujuy, Catamarca o Santa Cruz termina financiando al Estado nacional y al resto del país, no a la jurisdicción donde se explotan esos recursos finitos y no renovables. Esto contribuye a generar rechazo social a la minería. Porque si la riqueza se genera en un territorio, pero los beneficios van a parar a otro, es difícil construir aceptación social para la actividad.

Es el Estado nacional el que se la lleva toda.

El lenguaje como arma: “megaminería” y otras invenciones

El ambientalismo ideológico también ha hecho un uso eficaz del lenguaje como arma. Ha inventado términos cargados de emociones negativas. “Megaminería” no existe en ninguna ley ni manual técnico, pero suena a un monstruo grande que pisa fuerte. Agrotóxicos reemplaza a fitosanitario y su fin es generar alarma. Transgénicos -un término que es científico- se usa como sinónimo de amenaza mutante. Zonas de sacrificio sugiere comunidades condenadas a padecer industrias sin recibir nada a cambio. Y ecocidio equipara actividades productivas legales con crímenes atroces contra la naturaleza.

Entonces si todo vale en el lenguaje, también podríamos hablar de hambrientalismo para describir a quienes bloquean cualquier actividad productiva sin ofrecer alternativas. O llamar fundambientalistas a los militantes que cierran la puerta al diálogo y no admiten evidencia científica que cuestione su dogma.

No se trata de ridiculizar la discusión. Se trata de señalar que las palabras importan. Que moldean cómo pensamos y cómo decidimos. Si queremos un país que proteja sus recursos pero también genere empleo, desarrollo y oportunidades, necesitamos recuperar el lenguaje del equilibrio. Ni propaganda, ni negación. Sentido común.

La verdadera batalla por los recursos naturales no es por el litio, ni por el agua, ni por los glaciares. Es cultural. Es por el derecho a crecer sin culpa, a desarrollarnos sin pedir permiso y a mirar el futuro sin miedo.

Porque cuidar el ambiente no puede significar renunciar al progreso.

Diputado Provincial Pro Libertad Mendoza


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