Privilegiados y postergados

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Entre los principios del pensamiento social católico, no cabe duda de que la “opción preferencial por los pobres” es uno de los que presentan mayores dificultades de interpretación. Por un lado, cuenta con claras raíces bíblicas y evangélicas; por otro, se presta fácilmente a lecturas incorrectas. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se la entiende como una invitación a analizar las injusticias sociales únicamente en términos de “ricos” y “pobres”, concebidos como dos clases sociales homogéneas, definidas ante todo por su nivel de ingresos y con intereses necesariamente contrapuestos, donde los “ricos” serían siempre los explotadores y los “pobres”, los explotados.

Sin embargo, este enfoque binario resulta insuficiente, al menos desde el punto de vista de la ética social, como puede ilustrarse con algunos ejemplos. Dejando de lado, por razones de claridad, las actividades criminales, centrémonos en las lícitas. Imaginemos un empresario que ha adquirido una vivienda lujosa en un barrio privado como fruto de su actividad emprendedora: produce bienes o servicios demandados por la sociedad y genera empleo en su comunidad. Podríamos clasificarlo como “rico”, pero sin una connotación ética negativa, ya que no se ha enriquecido a costa de otros. Pensemos, en cambio, en otro empresario que ha alcanzado una prosperidad similar, pero no mediante la libre competencia ni el servicio al consumidor, sino gracias a protecciones arancelarias o exenciones fiscales injustificadas. Este “rico” sí ha acumulado su fortuna injustamente, a expensas del conjunto social.

Casos como estos no pueden ser comprendidos adecuadamente bajo la dicotomía simplista que separa y opone “ricos” y “pobres”. Supongamos, por ejemplo, que un jubilado ha cumplido con todos los aportes exigidos por la ley y, sin embargo, ve reducidos sus ingresos previsionales porque millones de personas han sido incorporadas al sistema jubilatorio sin aportes o con aportes incompletos, mediante moratorias excesivamente laxas. Pensemos en un trabajador sindicalizado que goza de amplios derechos laborales amparados por una legislación desbalanceada a su favor y en perjuicio del empleador, al punto de dificultar seriamente la contratación de nuevos trabajadores, lo que termina afectando especialmente a jóvenes sin experiencia o a aspirantes con baja calificación, que quedan así excluidos del empleo registrado. O consideremos, finalmente, un sistema impositivo tan gravoso que hace inviable para muchos emprendedores el ingreso en la economía formal. En todos estos casos, los beneficiados pueden no ser “ricos” en sentido económico y los perjudicados pueden no ser “pobres”, pero lo que sí está presente es una estructura de privilegios injustos para algunos y postergaciones igualmente injustas para otros.

Todo esto muestra que las causas de la pobreza no residen exclusivamente en la desigualdad de ingresos, sino que muchas veces deben buscarse en una compleja red de leyes y regulaciones que perpetúan privilegios sectoriales y generan obstáculos para el florecimiento económico del conjunto de la sociedad. En este sentido, la “opción preferencial por los pobres” debe entenderse como un llamado a transformar ese statu quo estructuralmente injusto. Resulta llamativo que muchos autodenominados defensores de la justicia social, enarbolando un discurso progresista, se opongan a cualquier reforma que ponga fin a estos privilegios. A la vez, algunos que descalifican retóricamente la justicia social pueden revelarse, en los hechos, como los promotores más efectivos de algunas de sus principales exigencias.ß

Sacerdote y teólogo. Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton (Argentina)

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